Reseña del editor
Cuando encuentran a la bella e inteligente Sara Long apaleada a muerte, es facil inculpar al hombre con el bate. Pero Georgia Davis, expolicia y recientemente convertida en investigadora privada, es contratada para indagar el incidente por peticion de la hermana del acusado, y lo que ella encuentra hace alusion a una respuesta diferente y mucho mas sombria. Al parecer, las privilegiadas estudiantes del secundario en la Costa Norte de Chicago han aprendido cuanto vale su inocencia ante los hombres de negocios en busca de excitacion sexual. Sin embargo, mientras estas chicas pueden permitirse el lujo de pagar precios de Prada, no se dan cuenta que su nuevo emprendimiento puede terminar de costarles mas de lo que pueden pagar.
Biografía del autor
Libby Fischer Hellmann es la autora nominada para el Anthony, que ha escrito nueve novelas ficcionales de crimen, incluyendo la serie de suspenso de la detective amateur Ellie Foreman. Los libros de Ellie, los cuales Libby describe como una mezcla entre “Esposas Desesperadas” y “24”, incluyen AN EYE FOR MURDER, A PICTURE OF GUILT, AN IMAGE OF DEATH, and A SHOT TO DIE FOR. Libby también escribió la serie premiada de la insensible investigadora privada Georgia Davis, (INOCENCIA FÁCIL, DOUBLEBACK, y TOXICITY) y de la aclamada novelas de suspenso independiente SET THE NIGHT ON FIRE y A BITTER VEIL. Todos sus libros, incluso sus dos colecciones de volúmenes de historias cortas están disponibles en Kindle.
Excerpt
CAPÍTULO UNO
TIEMPO DESPUÉS de que hubiera pasado, ella recordaría los olores. Sus ojos, los mantenía cerrados… nunca había sido una observadora, y la mayoría del tiempo no había nada digno de mirar. Sin embargo, los olores siempre estaban allí. A veces, ella hacía un juego sobre eso. Por lo general los identificaba por su loción de afeitar. Brut. Old Spice. El hombre que apestaba a Opium. Esos eran fáciles. Cuando no se molestaban en limpiarse, cuando su pelo estaba grasiento, tenían olor corporal o su mal aliento le daba arcadas, era que se ponía difícil. Entonces ella dejaba de jugar ese juego y respiraba entrecortadamente a través de su boca.
También estaba el olor a polvo de la cobija. El olor del almidonado de las sábanas. El débil olor de cigarrillo en la alfombra y las cortinas. En los mejores hoteles, ella podía sentir un toque persistente de desinfectante.
Pero el olor a sexo… era siempre el mismo. No importaba si el hombre era blanco, negro o asiático. No importaba el estado de su higiene personal. El sexo desprendía un tenue olor químico, algo salado. A veces, a levadura. A veces con sabor a sudor. No era ofensivo. Simplemente diferente.
Mientras ella rodaba de su cuerpo, su colonia inundó el olor a sexo. Picante pero dulce. Ella no la reconocía, pero sabía que era cara. Ella se sentó. La habitación era grande y estaba elegantemente amueblada. El sol de la tarde se filtraba por las aberturas en la madera de la ventana. Él siempre la llevaba a buenos hoteles. Y pagaba bien. Nunca discutían sobre el precio.
Ella tomó la toalla que había dejado en el extremo de la cama y frotó suavemente su pene. Él gimió y extendió los brazos. Él le había dicho que le gustaba limpiarse de inmediato, pero ella sabía que lo único que quería era un poco más de atención.
Ella siguió frotando. —¿Te gusta?
Él mantuvo los ojos cerrados, pero una sonrisa se dibujó en sus labios, y movió su pelvis hacia arriba, hacia la toalla. —Mmm.
Los hombres eran tan predecibles. Pero esto era lo que hacía que valiera la pena. Además del dinero. Le encantaba el momento en que ellos llegaban al borde de la pasión y no podían aguantarse más. Cuando se liberaban dentro de ella, abandonando todo. El sentimiento de poder en ese momento era increíble. Y adictivo.
Ella lo masajeó por otro minuto, luego se detuvo. “Siempre déjalos con ganas”, había aprendido. A veces significaba otra ronda. Y más dinero. Esta vez, sin embargo, él no se movió. Se había quedado tan quieto, que le hizo preguntarse si se había quedado dormido. Esperaba que no. Tenía otra cita.
Ella amontonó la toalla y la lanzó al otro lado de la habitación. Aterrizó en su mini-falda negra de cuero. Demonios. Ella había pagado cerca de doscientos dólares por la misma, y otros doscientos por la chaqueta. De ninguna manera dejaría que se arruinaran por una toalla manchada de sexo. Se levantó de la cama, recogió la ropa y su bolso Coach que yacían cerca. Se acordó de cuando compró ese bolso. De cómo había entregado los tres billetes de cien dólares con una expresión indiferente, tratando de no mostrar lo orgullosa que estaba de tener esa cantidad de dinero en efectivo. De cómo había visto al empleado de ventas en el centro comercial de Old Orchard entrecerrar los ojos, tratando de ocultar su envidia. Sí, valió la pena.
Se dirigió al cuarto de baño, asegurándose de dejar la puerta abierta. A él le gustaba verla vestirse. Trató de recordar si él siempre había sido así. Ella pensaba que no. Por supuesto, las cosas eran diferentes en ese entonces. Sonrió para sus adentros. Si tan sólo él lo supiera. Ella se limpió y se puso la falda, luego su transparente y vaporosa blusa. Se miró en el espejo, haciendo piruetas a la izquierda luego a la derecha. Había perdido unos cuántos kilos durante el verano, y le gustaba su nuevo aspecto delgado. Pronto tendría que comprar ropa de invierno. Eso sería divertido.
Se estaba retocando el maquillaje, pensando en las botas de Prada y el suéter de Versace, cuando el celular de él sonó. Lo oyó maldecir, luego buscar a tientas su chaqueta. Ella oyó el clic metálico mientras abría el teléfono.
—¿Sí?
Ella estudió su pelo en el espejo. Se había soltado, y su cabello ondulado rubio enmarcaba su rostro. Pero tenía otro trabajo, por lo que lo enrolló hacia arriba en un rodete. Con su cabello, el maquillaje y la ropa, nadie la reconocía. Incluyendo “Charlie”. Estuvo a punto de reír. Charlie.
¿Qué clase de nombre era ese para un cliente? Tendría que haber sido más creativo. A veces, ella decía que su nombre era Stella. El objeto del deseo. Mejor que ese estúpido tranvía.
—Estoy en una reunión—, dijo por el celular.
Ella no pudo escuchar con quién estaba hablando, pero el largo suspiro que siguió, le dijo que no colgaría.
—Esa es la razón por la que nos estamos reuniendo—. Hizo una pausa. —El funeral es en la Iglesia de Cristo aquí cerca. Ella se niega a volver a su antiguo vecindario—. Otra pausa. — Memorial Park.
Ella dejó de juguetear con su pelo.
—Te lo dije. No quiero hablar de ello. Esto no fue idea mía. Te dije que yo me encargaría de
Fred. Pero no podías esperar. Ahora los dos estamos con la mierda hasta el cuello.
¿Fred? Ella dejó caer los brazos y poco a poco se dio la vuelta. Él estaba sentado en el borde de la cama, de perfil hacia ella. El celular estaba pegado en su oreja, y estaba tratando de subirse los pantalones con la mano libre. Ella se apoyó contra la puerta del baño.
—Por supuesto que está molesta—. Se abrochó el botón del pantalón. —Él es el único en la familia a quien ella le hablaba. El que él muriera… solo… en un incendio… ella está devastada. Todo el mundo lo está. Te dije que no te adelantaras a los acontecimientos. Estábamos casi allí.
Ella se mordió el labio, tratando de juntar las piezas. Cuando pensó que lo entendía, contuvo el aliento.
Se volvió y la miró. La ira que corría por su cara desapareció, y su expresión de desconcierto creció. Entonces sus ojos se entrecerraron. —Te volveré a llamar—. Quitó el celular de su oreja y lo cerró.
Ella miró hacia abajo. Pero no lo suficientemente rápido.